Se ha escrito y dicho mucho sobre el Día Internacional de la Mujer, así que llego tarde, lo sé. Discúlpenme la demora, he querido reposar mis pensamientos y mi escritura: espero haberlo hecho lo suficiente.
Amelia Valcárcel cuenta que es feminista «por puro sentido de la justicia». No encuentro mejor motivo para serlo, ciertamente. Es justo reconocer que la mujer no nace sensible, callada, sumisa, dócil, impresionable, indecisa ni inferior. De la misma manera que también lo es reconocer que el hombre no nace fuerte, valiente, decidido ni superior. Ambos, hombres y mujeres, nos hacemos, y en esta construcción juegan un papel principal la sociedad, la cultura y la familia. Actores que a veces parecen olvidar que también las mujeres son seres racionales y, por lo tanto, deben tener el derecho a la libertad y a la autonomía personal.
El feminismo es un activismo ejercido por mujeres —¡y por hombres!— que pretende garantizar la igualdad entre ambos géneros. Ser feminista no implica odiar a los hombres. Ser feminista implica que las mujeres desean tomar decisiones por ellas mismas, que están dispuestas a asumir las consecuencias que se deriven del ejercicio de su libertad, y que expresan su malestar cuando se da una situación en la que una mujer no puede disfrutar de las mismas oportunidades que un hombre solo por el hecho de serlo. Ser feminista significa reconocer a la mujer como generadora de su propio cambio. Es, como dijo Simone de Beauvoir, un «modo de vivir individualmente y de luchar colectivamente»: individualidad como sinónimo de autonomía, no de insolidaridad.
La polaridad que nos rodea, el «la tortilla de patatas, con o sin cebolla» impregna todos nuestros juicios al escuchar o leer la palabra feminismo. Generalizar en las premisas normalmente conduce a conclusiones inválidas por simplificadas, algo habitual en el debate público y privado.
Por eso es necesario explicar que, al igual que no todas las expresiones de la conducta masculina son machistas (no todas las mujeres creemos que los hombres piensen igual que este eurodiputado), tampoco el que algunas feministas se expresen desnudas de cintura para arriba desacredita automáticamente el feminismo. Menos aún lo desacredita que haya muchas mujeres en el mundo que sean antifeministas (porque sí, la misoginia femenina existe). Como escribe Chimamanda Ngozi Adiche en su libro Cómo educar en el feminismo, esto solo nos ayuda a captar la magnitud del problema.
Mis hijos cumplen hoy 9 y 5 años, y estoy intentando educarles en el feminismo. Si aplicamos parte de la inmensa responsabilidad que tenemos los padres a la tarea de enseñar en qué consiste ser feminista, lograremos una sociedad de hombres y mujeres que se han hecho a ellos mismos.
Para ello, como aconseja la escritora africana a una amiga que acaba de ser madre, hay que enseñarles que «los “roles de género” son una solemne tontería». Hay que enseñarles también a «cuestionar el lenguaje, por ser depositario de nuestros prejuicios, creencias y presunciones». Hay que enseñarles a rechazar la obligación de gustar. Basta con que aprendan a ser sinceros, amables y valientes.
Ah, por cierto, la tortilla de patatas sin cebolla, gracias.
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