Salgo del trabajo con media hora justa para llegar a tiempo de recoger a los niños del colegio, felicitándome por haber echado gasolina por la mañana.
[¿Encontraré un sitio para aparcar que no esté muy lejos?].
Tengo suerte y no hay demasiado tráfico, así que disfruto de mis cinco minutos de cotilleo de la clase de Bruno. Están todos sentados escuchando la historia que su profesor les está contando. Paula, ya sin la coleta que tan bien peinada llevaba a primera hora, está junto a Bruno.
[Hacen buena pareja].
El profe abre la puerta y los niños me susurran que la historia era una historia de miedo. Alonso está especialmente emocionado, me llama la atención. Le pregunto a Bruno si ha guardado sus gafas en la mochila y nos vamos a por su hermano.
—¿Te vas a venir con nosotros a casa, Óscar? —le pregunta Bruno a su compañero, que está jugando a seguirnos mientras cruzamos camino del edificio de primaria.
Aprovecho para bromear con ellos y añado que si no lo hace se perderá tener una madre muy divertida. Bruno puntualiza: «y a veces un poco nerviosa».
[¡ZAS!].
Coincido con la abuela Loli e intercambiamos unas palabras mientras esperamos a que salgan los mayores, sabiendo que en cuanto aparezcan tendremos que despedirnos apresuradamente, en el mejor de los casos.
Aparecen los andares de Hugo, me gustan sus piernas larguiruchas y torcidas.
[¡Qué mayor está!].
Me cuenta que no ha ganado el concurso de deletrear en inglés porque le eliminaron al no darle tiempo a terminar una palabra. Le pregunto si se puso nervioso. «Un poco, mamá», reconoce mientras protesta por tener un plátano como merienda.
Bruno también se pone nervioso al recordar que tiene que regresar al dermatólogo para que termine de quitarle unas verruguitas. Mientras guardo las mochilas en el maletero del coche intuyo que Hugo está aconsejándole para que no lo pase mal.
Durante los veinte minutos que tardamos en llegar a casa Hugo y yo discutimos sobre el tiempo verbal del enunciado del problema de matemáticas que tiene que resolver. Intento hacerle entender que eso no es relevante para plantear la solución, pero no hay manera.
[Qué testarudo es y qué fino hila].
Puesto que sumar y restar euros mientras yo conduzco y él merienda es algo difícil, convenimos que lo mejor es esperar a estar en casa para retomar nuestro debate.
Desembarcamos, las personas y las mochilas, y con esa mezcla de entusiasmo e impaciencia marca de la casa, expone de nuevo sus argumentos. Consigo hacerle dudar un poco y él mismo descubre que puede plantear dos soluciones en función de la hipótesis de comprensión lectora que emplee. Me siento orgullosa de él y le pido que al día siguiente hable con su profesora, para que ella nos (le) saque de dudas definitivamente.
[Aún está en esa etapa en la que cree que los profesores lo saben todo].
Tengo diez minutos para hojear el Hola que compré por la mañana en la gasolinera. Arrancamos de nuevo el coche y nos vamos a la consulta. Observo que Bruno cierra los ojos y los aprieta muy fuerte antes de que el doctor, bisturí en mano, proceda.
—¿Por qué haces eso, Bruno?
—Estoy haciendo lo que me ha dicho mi hermano.
—¿El qué?
—Si cierro fuerte los ojos y pienso en Qui-Gon Jinn no me dolerá.
[Sonrío mucho por dentro].
Emocionado por lo valiente que ha sido, regresamos a casa. Pero antes toca hacer recados, Hugo ha vuelto a dar un estirón y necesita un pantalón vaquero nuevo. Al entrar en el centro comercial me enfurruño un poco por no tener tiempo para comprar ropa para mí, así que transformo la realidad: esta temporada no hay nada que merezca la pena.
[Esto equivale a cerrar los ojos muy fuerte y pensar que soy la princesa Leia].
Me empieza a molestar la espalda, pero hay que ir a la carnicería y a la pescadería. Cuando llegamos es ya casi la hora del partido de Champions.
[Seguro que no tendré que esperar demasiado].
Desembarcamos de nuevo, las personas y las bolsas. Baños, cenas, cuentos. Cuando me siento en el sofá me acuerdo de lo que dice mi amiga Pilar: contigo parece que no haces nada y, en realidad, estás todo el rato haciendo cosas.
[Y pensándolas].
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