Durante las pasadas vacaciones en París, mis hijos y yo salimos a pasear una mañana. Iniciamos el camino y me fijé en una señora que iba unos metros por delante de nosotros. Llevaba un llamativo abrigo de piel, caminaba de manera pausada, parecía no tener prisa por llegar a ningún lugar.
Me percaté de que cada poco se giraba ligeramente hacia su derecha, y durante unos pequeños segundos echaba un vistazo al reflejo que los escaparates le devolvían de ella misma. Les hice ver a los chicos lo que la señora estaba haciendo, y ellos reían divertidos cada vez que anticipaban una nueva posibilidad de giro, confirmada en instantes.
No he vuelto a acordarme de ella hasta hoy, al terminar el libro A contraluz, Rachel Cusk (2014, Libros del Asteroide). La narradora, una escritora inglesa que llega a Atenas para impartir unos cursos de escritura, cuenta los detalles de las conversaciones que, a lo largo de su estancia en la ciudad helena, mantiene con diferentes desconocidos. La última de esas personas es Anne, otra escritora. Me gustó este fragmento:
Ella se quedó sentada en el avión (…) dándole vueltas a esa costumbre suya de toda la vida, la de explicarse a sí misma, y pensó en lo poderoso que era el silencio, que nos ponía fuera del alcance de los demás.
A contraluz es una novela que facilita la tarea de explicarse a uno mismo. Es una novela sobre cómo construimos nuestra identidad. La Paradoja de Teseo trata este dilema: según una leyenda griega, Teseo y sus acompañantes navegaron desde Creta a Atenas en un barco que fue objeto de numerosas reparaciones. Cada vez que una tabla se estropeaba, la reemplazaban por una nueva y más resistente. Una de las preguntas que esto suscitó entre los filósofos era si podía decirse que el barco continuaba siendo el mismo, a pesar de tanta reparación o si, por el contrario, estaríamos en presencia del mismo barco si se hubieran reemplazado todas las partes del barco una a una.
A contraluz es también una novela que cumple con la definición de literatura que dio Stendhal —«Una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino. Tan pronto refleja el azul del cielo ante nuestros ojos, como el barro de los barrizales que hay en el camino»—, y que el escritor Frédéric Beigbeder comparte. Para este, «La novela es un espejo que refleja el mundo. Me gusta esa imagen. Primero, porque me permite observarme a mí mismo, lo que me da una excusa perfecta para seguir comportándome como un narcisista. Y segundo, porque me permite tender ese espejo a mis contemporáneos para mostrarles lo que sucede a su alrededor».
Escribo sobre todo esto y, como también tengo esa fea costumbre de explicarme a mí misma, me encuentro con que la señora del abrigo de piel y yo tenemos algo en común: de la misma manera que ella parecía utilizar los escaparates como espejos para confirmar su identidad, el libro de Rachel Cusk ha sido para mí un espejo que me ha devuelto el reflejo de muchas cosas que no soy y, quizás, me gustaría ser.
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