Un día llegué a la oficina y dije en voz alta:
—Tengo ganas de coger un avión.
Y se organizó un viaje de amigos a Copenhague, ciudad donde me pasó una de esas cosas que siempre me pasan.
Teníamos intención de comer uno de los días en el restaurante vegetariano que me había recomendado una compañera de trabajo. Está dentro de la Ciudad Libre de Christiania, un barrio de Copenhague que se autoproclama independiente del Estado danés. Encontramos mesa a la primera. Al sentarnos una de las personas que trabaja allí nos advirtió de que solo se podía pagar en efectivo. Pusimos cara de contrariedad: no teníamos moneda local porque creíamos que se podía pagar con tarjeta en todos los establecimientos.
Preguntamos si había algún cajero cerca. Creo que a la señora le dio un poco la risa antes de indicarnos que sí lo había, pero fuera de Christiania. Así que nos repartimos y mientras unos regresaban a la Unión Europea para sacar dinero, otros nos quedamos dentro observando.
Observar. Uno de mis pasatiempos favoritos. Observé cómo otro de los empleados del restaurante (si es que se les puede llamar así, desconozco la organización laboral de las Ciudades Libres) se servía un plato de comida y pasaba de la cocina al comedor, se sentaba en una mesa que en ese momento estaba libre y empezaba a comer. En ese mismo instante llegó un grupo de cuatro chicas. Él les indicó que podían sentarse en su mesa si querían, y así lo hicieron. Ese pudor del principio a la hora de establecer contacto con un desconocido hizo que no conversaran enseguida. Mientras, yo envidiaba la suerte de las chicas: ojalá se hubiese sentado en nuestra mesa ese señor de rastas canosas y rostro arrugado, pero de aspecto juvenil. Era evidente que ese señor —llamémosle Harald, que significa «generoso anfitrión»— tenía una entrevista.
Finalmente la intimidad creada por compartir mesa hizo que comenzaran a conversar. Mis amigos sonreían al observarme (¡observar al observador puede resultar mucho más divertido!), me conocen y saben que ansiaba ser una de ellas. Justo en ese momento regresaron los que fueron a buscar el cajero. Malas noticias, no lo habían encontrado. A la decepción general del grupo por tener que buscar otro sitio para comer había que sumarle la mía personal por no poder tener contacto con Harald definitivamente.
Nos levantamos, él se percató y al pasar por su lado me preguntó por qué nos íbamos. Le expliqué lo que había sucedido y entonces me replicó que comiésemos de todos modos y que regresáramos al día siguiente para pagar. Cuando le respondí notó que era española y me repitió lo mismo, esta vez en castellano. Le contesté que me quedaría encantada, pero que los demás no parecían estar demasiado cómodos con la propuesta. Harald me dijo «¡sois tontos!», a lo que repliqué «¡lo son ellos, no yo!»
Nos marchamos del restaurante y de Christiania. Imagíname un poco abatida y un mucho enfurruñada. Para una vez que encuentro a alguien que es como creo que deben ser las personas… Tengo un defecto, y es que tiendo a pensar que todo el mundo es bueno o, formulado de otra manera quizás más precisa, prefiero creer que las personas no tienen motivos para no hacer el bien. Soy una ingenua, ya.
Le conté esta anécdota a un reciente buen amigo y él señaló «la amabilidad de los extraños», en referencia a la frase que escribió Tennessee Williams para Blanche Dubois en la película Un tranvía llamado deseo.
«Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos», leí en el libro Me llamo Lucy Barton. La propia Lucy añadía después:
A muchos nos ha salvado muchas veces la bondad de los desconocidos, pero es algo que con el tiempo parece manido, como los eslóganes de las pegatinas de los coches. Y eso es lo que me entristece, que una frase bonita y auténtica se use con tanta frecuencia que acabe por parecer tan superficial como el eslogan de una pegatina.
Pues eso, Harald.
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