Juan había perdido la cuenta del número de concursos a los que se había presentado. Si quisiera podría calcularlo, porque guardaba una copia de cada relato que había escrito desde que conoció a Esperanza, hacía casi veinte años.
Sucedió en el taller de escritura en el que ambos estaban inscritos. Cuando la profesora, una escritora de cierto renombre, pidió a los once alumnos que se presentaran, Juan se removió incómodo en su silla. Prestó la atención suficiente para retener el nombre de cada compañero mientras hacía el esfuerzo de asignarlos a unos rostros insignificantes. De repente, como si una bombilla que no termina de hacer contacto por fin se iluminara y dejara ver todo a su alrededor, habló Esperanza:
—Me llamo Esperanza y estoy aquí porque me gustaría aprender a escribir mejor, sin más. También porque me gusta la gente y conocer nuevas personas— dijo tímida y atrevida al mismo tiempo, mientras no paraba de sonreír.
Esa fue la primera vez que alguien deslumbró a Juan. Hasta ese momento eso solo le había sucedido con algún libro, pero esa vez lo consiguió Esperanza. Fue entonces cuando se enamoró de ella, aunque él todavía no lo supiera.
—¿Cómo va todo, Juan?
El estanquero le sacó de su ensimismamiento de un plumazo, como hacía su madre cuando, de pequeño, levantaba la persiana de la habitación de un golpe para despertarle. Juan ladeó la cabeza a modo de respuesta, no quería dar pie a ninguna conversación. Llevaba un tiempo sin ganas de hablar. Los demás pensaban que solo era uno de sus episodios huraños en los que se convertía en un verdadero ermitaño, más de lo que habitualmente era. Siempre había sido poco dado a contar cosas sobre él; Esperanza decía que solo era capaz de hacerlo cuando escribía. Cogió el paquete de tabaco —había vuelto a fumar— y farfullando un Buenas tardes se encaminó hacia el frío de febrero.
En cada una de las sesiones del taller, Juan se dedicó a contemplar a Esperanza como quien pasea por un museo: la admiraba por su alegría, su ingenuidad, su entusiasmo. Contaba los días hasta la siguiente clase ansioso por tener de nuevo la oportunidad de observarla. Se dedicó también aquellas semanas a reunir el valor suficiente para invitarla a un café al salir de la librería donde se impartían las clases. Cuando por fin lo logró, ella respondió juguetona: «Pensaba que no me lo ibas a pedir nunca».
Se casaron después de un año escaso de noviazgo. Intentaron tener hijos, pero no fue posible. Se adoraron y respetaron todos los días, aportando a la unión rarezas, manías, días buenos y días peores, pero siempre comprensivos y, sobre todo, agradecidos por la fortuna de haberse encontrado. Se convirtieron en el guía del otro, atentos a las necesidades de cada uno. Esperanza alentaba la necesidad de escribir que Juan tenía, le soportaba cuando no era capaz de hacerlo y buscaba la manera de motivarle. Un día ella le comentó:
—Me encantaría que te presentaras a algún concurso literario. Imagínate si ganases, podríamos darnos un capricho. Irnos de viaje o cenar en un buen restaurante, por ejemplo ese al que fueron hace unas semanas Luis e Isabel. ¿Recuerdas las maravillas que hablaron de su tarta de queso? Podrías regalarme un vestido bonito y celebrar juntos tu premio probándola, a ver si es cierto que es la mejor de Madrid. Cada uno la suya, eh, que ya sabes que no me gusta compartir el plato.
Juan sonrió al comprobar cómo Esperanza le seguía iluminando. Decidió que lo iba a intentar y se comprometió con ella.
—Estoy segura de que lo conseguirás, nunca pierdas la esperanza — le susurró mientras le besaba guiñándole un ojo.
Escribió relatos y poesías para concursos organizados por ayuntamientos y editoriales; artículos para revistas; escribió sin parar. Nunca enviaba ninguno de sus escritos sin que ella lo revisara antes. Juntos escogieron como pseudónimo el nombre de Miloš, en honor al protagonista de Trenes rigurosamente vigilados, su película favorita. Ella era su musa y al mismo tiempo su editora.
Un día llamaron de la clínica:
—Buenos días, Esperanza. Necesitamos que venga mañana a la consulta del doctor Rubio. Sobre las once, si es posible. No, no puedo anticiparle nada. Mañana le informará el doctor sobre los resultados de las pruebas.
Al día siguiente, antes de ir a la clínica, pasaron por la oficina de Correos para enviar el último cuento que Juan había escrito. Ella le besó en la mejilla al salir y repitió lo que tantas veces había dicho: Seguro que ganas.
El doctor fue amable y cariñoso. Explicó lo que sucedía con detalle y paciencia. Infundió todo el ánimo que pudo: Confíe en su nombre, Esperanza. Al salir de la consulta Juan pensó que ahora le tocaba a él iluminar los días que quedasen.
—¿Quieres que cenemos fuera el sábado? Puedo romper mi hucha e invitarte al restaurante prometido. Y averiguamos si es verdad lo de la tarta de queso.
—Pensaba que no me lo ibas a pedir nunca —, respondió ella brillando por última vez.
Juan, que había entrado en calor mientras fumaba un cigarro en su despacho, arropado por los recuerdos, gruñó al oír el sonido del teléfono.
—¿Juan Gámez? —escuchó mientras un escalofrío recorría su espalda; no le gustaban las llamadas que comenzaban queriendo confirmar la identidad del destinatario — Buenas tardes. Le llamamos para comunicarle que ha resultado usted ganador del concurso de cuentos del Ayuntamiento de Boadilla. Enhorabuena. Necesitamos que se acerque por la Concejalía de Cultura mañana, a la hora que le venga bien, entre las diez y las dos, para recoger el cheque con el importe de su premio. Enhorabuena de nuevo, y gracias por su participación.
Colgó el teléfono. Fijó la vista en las estanterías que cubrían las paredes de la habitación. Dejó correr una lágrima. Pensó en su mujer, solo hacía diez días que había muerto por culpa de esa leucemia galopante que llenó de oscuridad sus venas. Sonrió al comprobar que, como siempre, Esperanza se había salido con la suya: ella había probado la tarta de queso y él había ganado un concurso. Y comprendió que la luz de Esperanza nunca se apagaría.
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