Una tarde cualquiera en una sala de espera de una consulta cualquiera en Madrid. Estoy hojeando la revista Telva y llego a la página 82. Me encuentro una reflexión de Covadonga O’Shea. Tema: el éxito.
Me parece importante analizar el éxito no como un regalo, sino como la consecuencia de la perseverancia y el empeño por lograr una meta seria en la vida. Quizás por enfocarlo desde este punto de vista no puedo soportar el retintín -¿pura y simple envidia en muchos casos?- con el que se suele comentar de alguien que ha triunfado, que es un tío que ha nacido de pie, que tiene buena estrella o que todo le sale bien porque la vida le va de cara. ¡Por supuesto que hay quién acierta en las quinielas! Pero es tan rara avis, que al día siguiente es noticia… Quiero decir que gente con suerte la hay, como hay cenizos a puñados. Pero eso no tiene nada que ver con el éxito o el fracaso.
Mi padre se llama Manuel. Y es el hombre con más suerte que conozco. Tiene casi 65 años, desde hace unos cuantos sueña con jubilarse, aunque creo que también teme algo a ese nuevo estado. Porque todo lo que ha hecho en su vida, casi desde que nació, ha sido trabajar.
Es el cuarto de seis hermanos. Una familia muy muy humilde de un pueblo de Extremadura. Con ocho años tuvo que irse de casa para trabajar en el campo y poder llevar algo de dinero a casa. Comían todos de la misma olla, puesta en el centro de la mesa. Si no andabas listo te quedabas con (más) hambre. No pudo ir al colegio. Decidió ir a Madrid a buscarse la vida, aún no había cumplido los 16 años. Primero como albañil (profesión frustrada, le encanta lo de la paleta y el cemento). Después como camarero. Llegó a gestionar tres restaurantes al mismo tiempo, ganándose la confianza de sus jefes por su esfuerzo y su honestidad. Antes de eso aprendió a leer y escribir yendo a una academia por las noches. Escribía cartas a mi madre (¡siempre a su lado!) que después ella le corregía. A los 45 años la crisis económica que hubo después de la Expo’92 hizo que se quedara sin trabajo. Se reinventó y compró un pequeño negocio de prensa y papelería al lado de casa. Volver a empezar desde cero. Con mucha angustia, pero con mucho tesón, y aplicando estrategias que no sé si se aprenden en las escuelas de negocio que te piden treinta mil euros por hacer un máster, ha hecho crecer esos apenas 24 metros cuadrados. Desde las 7 de la mañana hasta las 3 de la tarde, desde las 4 y cuarto de la tarde hasta las 9 de la noche. Así todos los días, de lunes a sábado, desde hace 18 años. Los domingos libra por las tardes. Y sólo cierra el 25 de diciembre y el 1 de enero, las rotativas mandan. No se ha ido nunca de vacaciones, excepción hecha de algunos días sueltos que se ha escapado a su campo, pero siempre sin cerrar la tienda, de alguna manera se ha apañado para no tener que hacerlo. El cliente manda.
Y lo más increíble, no te lo vas a creer: sin quejarse ni un sólo día.
¿Crees que después de lo que te he contado podría decirse que mi padre es un tipo que tiene buena estrella? Cuando leí el artículo de Covadonga, la primera persona en la que pensé fue en él. Cuántas veces hemos percibido ese retintín del que ella habla. Y en realidad, toda su suerte se debe a su esfuerzo, a su coraje, a sus horas de trabajo, a su honradez, a su prudencia, a su constancia… Como él suele decir, el trabajo es el único patrimonio del obrero.
Te quiero, papá.
Qué bello saber reconocer ese esfuerzo Mª Carmen. Admiro a tu padre por su espíritu de supervivencia, tesón, humildad, dedicación y valía. Un saludo!
¡Gracias Laura por tus palabras! Lo hemos visto siempre en casa, desde pequeños, mi hermano y yo… trabajar, trabajar y trabajar… En el office en el que se come en casa de mis padres hay en la pared el típico plato de cerámica, pequeño, con mensaje. Pone: «el trabajo es sagrado, no lo toques». Vamos, que no se nos puede olvidar, esfuerzo y trabajo. ¡Un besazo!
Fantástico y entrañable artículo,
Un abrazo amiga
Gracias corazón. Otro para ti.
Desde aquí todo mi cariño a tu padre, y a todas esas personas que tienen «suerte»
Se lo haré llegar 😉 Mil besos