Cansada, pero con ganas de leer, escogió el libro que más le apetecía esa noche y, al poco de comenzar, descubrió lo siguiente: «Las personas interesantes eran como las islas, me dijo: no te las encontrabas por la calle o en una fiesta, tenías que saber dónde estaban y concertar una cita con ellas».
Esa frase la activó —¿acaso no la habían escrito con ese fin?— y se acordó de la cita que concertó hacía tiempo con aquella persona. Empezó a recordar todos los detalles, lamentando que alguno se le pudiese escapar. Tanto entusiasmo puso al hacerlo que casi consiguió reproducir el nerviosismo y la ilusión previos al encuentro.
Su carácter espontáneo le había dado algún disgusto en otras ocasiones, por eso sintió un tímido alivio al comprobar que esta vez su intuición había acertado: esa persona era interesante de verdad. No pudo evitar reflexionar sobre el azar y ese afán suyo por filtrarse sigilosamente en nuestras decisiones, esas que creemos tan nuestras y de nadie más.
Aquel día también recuperó la sensación de habitar el presente, una sensación tan intensa como extraña para ella, acostumbrada como estaba a anticipar situaciones, a programar. Disfrutó de lo que estaba viendo, de lo que de verdad había ante sus ojos, sin preguntarse si había contado con verlo o no.
Cuando se despertó, comprobó que su libro estaba recogido y que alguien le había echado una manta por encima.
—Qué suerte tuve al concertar aquella cita— pensó.
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