Siempre me ha interesado el uso del lenguaje. Supongo que el responsable es Javier, mi profesor de Lengua y Literatura en el instituto, que tanto insistió en que teníamos que escribir bien en cualquier medio, “aunque sea en una servilleta de la cafetería”. Me acordé de él hace poco, cuando leí el “Texto Sentido” que Luis Sanz Irles escribió en el Diario de Málaga sobre una escena de El juego favorito, de Leonard Cohen. Regresando a Javier, aprovecho para pedir un brindis por su llegada a mi vida académica, pues desde entonces siento cierta presión por no cometer errores (“¡oportunidades para aprender!”, que dirían los chicos de Mr. Wonderful) ortográficos y gramaticales. Por eso, señores, vayan por delante mis excusas si los cometo en estas líneas.
Esta presión (ejem, perdón, habíamos quedado en que era un interés), me lleva a buscar contenidos relacionados con el lenguaje, y así fue como di con la web de la Escuela Contemporánea de Humanidades. El director de la Escuela, Alejandro Gándara, ha realizado un estudio, Los lugares de las palabras, sobre “la experiencia pública y privada del lenguaje” que me llamó la atención: “A través de entrevistas, una serie de personas reflexionan sobre la experiencia de las palabras en contextos profesionales, privados, sentimentales, de la memoria, etc.”
No puedo explicar por qué, supongo que algo tendrá que ver el Sistema 1 del señor Kahneman, pero mientras escuchaba las intervenciones de las diferentes personas que participan en el estudio, no pude evitar asociar el lenguaje con la memoria. Pensé en cómo las palabras —y los silencios— cumplen la función de recordar momentos, reflexioné sobre el automatismo que convierte lo público del lenguaje en lo privado de nuestra memoria. Escuchas (o dices) algo y te trasladas a un recuerdo en el que esas palabras tuvieron tal importancia que es imposible permanecer en el presente. Te dejas llevar por esa especie de déjà vu morboso.
Cuando eso sucede, a veces, recreo el momento. No en mi cabeza, si no en la realidad. Reproduzco el entorno y comparo si aquél ya está amortizado, y si lo he hecho desde la tristeza o desde el cariño. Otras veces es el recuerdo el que se adelanta y te recrea a ti, y te sorprendes sintiendo una pequeña punzadita en el corazón. «Ya le vale a mi recuerdo, podía haberme avisado de que se iba a presentar sin avisar», me da por pensar.
Me gusta asociar lugares a mis recuerdos. Y que las palabras —o los silencios— me trasladen a esos lugares.
Eso es la señal de que estuve allí.
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