Esta historia comienza así:
—Mamá, ¿los Reyes Magos existen de verdad? — me preguntó mi hijo mayor así, de repente.
—Pues claro —mentí yo.
Volvíamos a casa de la consulta del dentista. Ya me había tocado hacer un discurso sobre la responsabilidad del uso de su aparato bucal, haciéndole ver que la reparación del mismo la iba a soportar su hucha, dado que no había prestado atención a nuestras recomendaciones. A veces me siento abrumada por tener un hijo tan mayor de solo 8 años.
Pensé de nuevo en su pregunta, y me di cuenta de que tenía que afrontarla de verdad.
—¿Por qué me haces esa pregunta, Hugo?
—Pues porque en el libro que estoy leyendo un personaje le dice a otro que si todavía no sabe que los Reyes Magos no existen.
Vaya con los libros. Qué estúpida manía esta de los libros de enseñar cosas. ¿Cuándo le he comprado ese libro? Ya no tengo escapatoria, vamos allá.
—¿Prefieres saber la verdad, aunque eso pueda hacer que te sientas un poco triste? —le dije sonriendo.
—Deja que lo piense, espera —me contestó arrugando su nariz.
Sentí cómo de nuevo se hacía un poco más mayor en cuestión de segundos.
—Sí.
—De acuerdo, Hugo. Los Reyes Magos somos los padres.
Quise hacer algo para compatibilizar la verdad con la ilusión, y entonces le conté que cuando yo descubrí que los Reyes Magos eran sus abuelos, no me puse triste, porque entendí que era algo que se contaba para crear ilusión, pero que la ilusión la podemos generar nosotros mismos. Y que por eso yo aún sigo envolviendo mis propios regalos y dejándolos por la noche en el salón.
A veces me han preguntado qué me impulsa a hacer tantas cosas, por qué soy tan inquieta. Y después de pensar sobre ello he llegado a la conclusión de que es el entusiasmo y la ilusión lo que me mueven. También me he dado cuenta de que me entusiasman mucho más los pequeños detalles que las grandes cosas: por eso me gustan tanto las personas que se ilusionan (solo) por regalarles un par de claveles.
Hugo sonrió con los ojos y asintió. De nuevo se hizo otro poco más mayor al observar que tenía que guardar el secreto, sobre todo por su hermano pequeño. Y finalizó nuestra conversación diciendo:
—¿Pero Papá Noel sí que existe, eh?
Sonreí y le dije que sí.
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