La vida es una sucesión de melodías, una combinación de sonidos, organizados por un ritmo: los ritmos vitales.
Cada uno de nosotros tiene su propio ritmo. Es sencillo saber si es un ritmo apresurado, inquieto y expansivo. O si por el contrario es más pausado y reflexivo.
El otro día volvía a casa, ya era tarde. En la estación de tren de repente sentí como el resto de pasajeros que habían venido conmigo me arrastraba con su ritmo. Todos marcaban un paso rápido y ansioso. Sin embargo yo iba despacio, relajada, tranquila –sin que sirva de precedente–. Y me sentí incómoda, algo abrumada. Puede que hasta un poco molesta. ¿Podían tener un poco de consideración esos viajeros y no interrumpir mi caminar tranquilo?
Ay, los ritmos vitales. Esos que marcan nuestra melodía diariamente. Y que si no se acompasan a los de las personas que nos rodean no suenan bien. Las mejores interpretaciones se logran cuando el director consigue, al marcar con su batuta el ritmo de la pieza, acompasar a todos los miembros de su orquesta. Entonces es cuando la música fluye y tú fluyes con ella: gracias a ella.
Y, además de fluir, sonríes mucho.
Sonríes porque te das cuenta de lo magnífico que es ir al mismo ritmo del otro, cuando tanto lo deseabas. Entiendes (¡por fin!) que el otro quiere ir más despacio. Y te frenas un poco, escuchas, ajustas tu ritmo, vuelves a escuchar… Lo lograste.
Ese otro, cuando se da cuenta del esfuerzo que has hecho al intentar acompasarte, sonríe y te lo agradece: bien hecho, qué bien que estés aquí y que hayas conseguido leer mi ritmo y que ahora la melodía la toquemos juntos. Gracias.
Y en esto consiste la vida. En escuchar tu ritmo. Buscar uno afín a él. Ajustar ambos. No imponer uno sobre otro, no tratar de cambiarlo. Se trata de que, conociendo tu ritmo, busques una batuta imaginaria que te ayude a compaginarlo con el del otro. Y una vez logrado, bailar juntos. Porque…
¿Qué sentido tendría acompasar nuestros ritmos vitales si no es para disfrutar?
Deja un comentario