Yo hoy pensaba escribir sobre otra cosa que se me ocurrió hace unos días, pero al final lo estoy haciendo sobre una que me acaba de venir a la cabeza. No me tachen de frívola por ello; como dice Joan Didion en el documental sobre su vida dirigido y escrito por su sobrino, Griffin Dunne (qué bien ha madurado el actor de ¡Jo, qué noche!), una escribe con el material que tiene.
Este inesperado giro de los acontecimientos se debe a que el título de una ilustración, Segunda época, publicada por los amigos de Çhøpsuëy, me hizo pensar. Me fijé en el término época y me pregunté por qué no habrían utilizado etapa. Recordé que acaban de celebrar cuatros años de existencia y convine en que era un periodo de tiempo lo suficientemente largo como para ser calificado de época. Inmediatamente después pensé en cuántas épocas tengo.
También son –por ahora– dos, aunque creo que entre la primera y la actual he recorrido un camino más corto que podría calificarse de etapa. La primera época duró hasta mis treinta y un años, mes arriba o abajo; fue la edad en la que tuve a Hugo. Que ser madre suponga una crisis vital es algo que algunas desconocíamos que pudiese ocurrir, a pesar de que es un asunto sobre el que se ha escrito mucho (cosa que, por cierto, también he hecho). A partir de ese momento empecé a mudar la piel poco a poco, sin apenas darme cuenta, sintiendo los tirones y observando mi nuevo aspecto, incapaz de anticipar qué iba a ser de mí. Una, que además de supuestamente frívola también es de sorpresas controladas, percibía cómo el riesgo me susurraba a la espalda: Las cosas no van a salir como las tienes previstas.
Hace unas semanas un amigo me hablaba de su segundo hijo cuando aún faltan tres meses para que nazca la primera de sus vástagos. Calculaba en voz alta a qué edad podría jubilarse y dejar el negocio familiar en manos de la descendencia. Cuando delicadamente le sugerí que en ocasiones el cuadro no sale como lo imaginamos, él se justificó de una manera que no me convenció demasiado, pero no quise ser cruel y sonreí. «Mejor ocúpate de tus cosas, querida», me dije.
Mis cosas, esas que se supone que he ido escogiendo. Quiero creer que he actuado de manera inteligente cada vez que he desechado otras opciones; así apaciguo sutilmente el vértigo que siento cuando reparo en que mi cuadro, inacabado y repleto de borrones, apenas se parece al que imaginé el primer día que cogí los pinceles. Equivocarme me asusta, pero no hacer nada me da miedo. Si algo he aprendido en este tránsito es que no se trata de ganar o perder, sino de intentarlo. Y así vivo esta segunda época, consciente de que, en realidad, no puedo controlar las sorpresas que traen consigo la incertidumbre y la provisionalidad. Lo pinte como lo pinte, ellas siempre están en el cuadro.
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