Tengo por costumbre escuchar la radio mientras cocino. Es una costumbre heredada de mi madre, que escuchaba a Antonio Herrero o a Luis del Olmo cuando guisaba. Supongo que así se inició mi afición por las ondas, esta que ahora, sin pretenderlo, estoy transmitiendo a mis hijos.
En estas estaba ayer por la tarde cuando Hugo, el mayor, escuchó que Carme Chacón había fallecido. A su habitual interrogatorio cada vez que descubre que hay algo que no entiende o desconoce, añadió esta pregunta:
—¿Por qué los curas celebran funerales cuando alguien muere, si es algo triste?
Le expliqué que un funeral, a pesar de ser triste, es la ceremonia que sirve para despedirse de una persona querida que ha muerto.
Y después me puse a pensar en la tristeza y la alegría.
Una vez estuve muy triste. Tan triste que lo que más me asustaba de estarlo era no saber hasta cuándo lo estaría. Me aceleraba imaginando que siempre lo iba a estar, como buena devoradora del tiempo que soy. La mezcla de ansiedad y tristeza me resultaba insoportable, ¡soy una persona de natural alegre!, me reclamaba a mí misma con frecuencia. No entendía por qué, si quería reírme, no podía hacerlo. A veces creo que esa es también la historia de mi vida, no entender por qué no puedo hacer algo si quiero hacerlo, pero eso da para otra entrada.
Ser alegre, como lo son las personas ligeras que Javier Marías describe en este artículo, supone la obligación de ser agradecido: no todo el mundo puede o quiere vivir con alegría.
Los hay que no saben hacerlo porque viven instalados en el susto: ¿y si pasa esto?. «Y si». Qué bien se llevan estas dos conjunciones. Y qué limitantes son. Prefiero la combinación a ver: transmite vida.
Otros sencillamente no quieren vivir con alegría porque disfrutan en la angustia y en la preocupación. Ir de víctimas da réditos, ya. Uno de ellos es la soledad.
Por último están los que no pueden estar alegres aunque quieran. Ellos son los que me recuerdan la suerte que tengo y lo agradecida que debo ser. Cuando me observo alegre no puedo evitar recordarme, de manera fugaz, que no tengo motivos para no serlo. Y también me advierto de algo: uno no sabe cómo se va a manejar en determinados escenarios hasta que no se ve protagonista de ellos, por muy alegre y ligero que sea.
Pienso en el hijo de Carme Chacón, que dentro de nada cumplirá nueve años, los mismos que tiene Hugo. Y pienso en lo agradecida que debió vivir cada día de sus cuarenta y seis años su madre, sabiendo la suerte que estaba teniendo.
Descanse en paz.
Deja un comentario