En las últimas semanas he escuchado mucho la palabra “disciplina”. La última vez fue en la presentación del libro Lo que aprendí del dolor. En palabras de su autor, Jacobo Parages, “La distancia entre nuestros sueños y nosotros mismos se llama disciplina”. Cuando le preguntaron qué tiene que hacer una persona para ser disciplinada, Jacobo respondió que basta con saber cuál es nuestro objetivo, aquello que queremos alcanzar.
Me apeteció levantar la mano (una vez más) y preguntar qué pasa cuando la aristotélica akrasia vence a la perseverancia. Cuando la reflexión se deja vencer por una fuerza irracional a sabiendas de que al hacerlo dejaremos de lado la prudencia y la razón. Eso de Ovidio, lo de ver lo mejor y aprobarlo, pero seguir lo peor. Preferí no parecer la listilla del grupo (una vez más) y conseguí mantener la boca cerrada.
La presentación terminó y regresé a casa. El trayecto sirvió para centrar mi atención mientras conducía y me sorprendí al lograrlo: últimamente solo lo consigo escuchando a Federico. Así que aproveché para pensar de nuevo en la disciplina, en lo difícil que me resulta respetarla, aun reconociéndole su necesidad. Imaginé que los logros que alcanzamos en nuestra vida son el resultado de combinar distintos ingredientes en las proporciones y momentos que indica una receta. Y observé que no me ha ido tan mal cuando he probado a modificar la receta echando cien gramos más de distracción, solo por el gusto de saborear otro resultado.
Porque sí, la vida también es distracción. He pasado ratos estupendos cuando me he convertido en una pequeña indisciplinada. Y concluyo que en realidad eso es vivir: intentar pasar un buen rato.
Sean disciplinadamente distraídos este verano, queridos. Les cuento a la vuelta.
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