«Tenemos setenta y cinco días de vacaciones, mamá», me dijo Hugo triunfante e inconsciente el 22 de junio. El verano, esa interminable etapa de montaña para los padres, ese visto y no visto para nuestros hijos, nos reta cada año. Encontrar la mejor opción para ocuparnos de ellos mientras nosotros seguimos trabajando, sin morir en el intento, se convierte en un rompecabezas tal, que logra que añoremos las extraescolares y que se vayan a dormir antes de las nueve y media de la noche.
Rilke dijo aquello de que la verdadera patria del hombre es la infancia. Y la infancia es el verano, añadiría yo. Comer helados y ver la tele. Andar descalzos. Estar en pijama todo el día. Leer Los Cinco y jugar a las cartas en la piscina. Jugar al botebotero y al marcopolo. Hacerte amigo del socorrista y montar en avión. Salir después de cenar a dar un paseo o a mojarte en los aspersores.
Sin querer darnos mucha cuenta de ello, el verano ha ido diluyéndose. Mírense justo ahora, al leer estas líneas: hemos cruzado la meta. Septiembre, el mes que más se parece a los lunes, nos obliga a desempolvar los uniformes del mayor para ver si le sirven al pequeño, sacar punta a los lapiceros y cambiar la alarma en el despertador. Hemos sobrevivido al verano, uno más de nuestra particular vuelta ciclista.
Deja un comentario