Algunas noches, al acostar a Bruno, me tumbo a su lado en la cama mientras nos contamos qué tal lo hemos pasado durante el día. Juntos repasamos los detalles de la jornada. Bruno ha creado una liturgia para este íntimo momento: me presta uno de sus peluches, apaga la luz y me pide que le toque la espalda hasta que él considera que ha tenido suficiente.
El domingo, después de un fin de semana muy intenso, me pidió ese ratito. No era muy tarde y me pareció que no iba a retrasar demasiado la hora de ir a dormir, así que acepté. Me di cuenta de que él había cambiado uno de sus peluches. Habitualmente duerme con dos, uno de ellos su elefante celeste y otro que varía en función de su humor. Esa noche destronó al ratoncito blanco que llevaba semanas en el puesto y lo sustituyó por un pequeño cojín con ojos y patas, de color verde y azul, que le servía en el coche para no hacerse daño en el cuello cuando se quedaba dormido.
Ya estábamos de lado, uno frente al otro, cuando justo antes de apagar la luz, la cara de Bruno torció el gesto de manera inesperada. Acompañó la expresión grave con la siguiente frase: «Tengo recuerdos», y arrancó a llorar de manera silenciosa, con unas lágrimas grandes y pausada. «¿Tienes recuerdos? ¿Qué recuerdos, cariño?», le pregunté desconcertada.
Bruno no sabía qué responder, y yo corría mentalmente buscando el origen de su repentina congoja. Nos observé desde fuera y vi el nuevo peluche. «¿Es por tu peluche? ¿Te acuerdas de cuando eras pequeño?». Asintió: le había dado un ataque de melancolía.
Cuando era pequeño. Está dejando de serlo y solo tiene cinco años y medio. Sentí unas ganas tremendas de abrazarlo fuerte y lo apreté junto a mí, sobrecogida y desconcertada porque me di cuenta de que se está haciendo mayor y de que ya tiene recuerdos.
Y a mí me ha regalado uno.
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