Sarah Jayne, la mentora de Lucy Barton, le dijo que todo el mundo tiene una sola historia que contar. Más que decírselo se lo advirtió, me da la impresión. Le dijo también que si mientras escribía su novela se daba cuenta de que estaba protegiendo a alguien, recordara que no lo estaba haciendo bien.
Supongo que yo también tengo una historia que contar. De hecho, si empecé a escribir este blog fue porque creía tener muchas historias que narrar. Con independencia de quién las leyese: solo quería contar historias.
Ahora —¡por primera vez en mi vida!— me apetece relatarme las historias a mí misma, reflexionarlas y concluirlas. Supongo que lo que quiero es guardar mi historia, esa historia, aunque sea un poco triste. Quién me iba a decir que llegaría a aceptar como necesaria una dosis de tristeza diaria, al estilo de lo que Savater cuenta en la entrevista que Jonás Trueba le hace en el último número de la revista Letras Libres.
Mis hijos han visto la película Inside Out cinco o seis veces, pero no fue hasta la última de ellas que lo hice yo. La escena era curiosa: habían hecho apuestas sobre en qué momento de la proyección mis ojos se llenarían de lágrimas.
Me divertí mucho contemplándoles, pendientes de mi expresión, y sí, lloré. Eso no es lo importante en este caso, si apostaron es porque saben que soy llorona: así gana cualquiera. Esta vez lo significativo es que una película para niños me hizo tomar conciencia de que la tristeza es necesaria. Fue justo en el momento en el que Alegría le dice a Tristeza que tome los mandos del cerebro de la pequeña protagonista de la película: esto lo arreglas tú o si no no hay manera de que vuelva a estar contenta, vino a decirle.
Quizás la historia de mi vida en los últimos tiempos pueda resumirse diciendo que es la triste historia de tomar conciencia.
No sé si algún día la contaré.
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