Llamé a mi padre por teléfono, necesitaba que me contara una anécdota de su juventud.
—Papá, ¿cómo era aquella historia de la tarjeta de Navidad?
—Sucedió cuando tenía diecisiete o dieciocho años, no recuerdo bien. Unos compañeros del trabajo y yo nos fuimos a El Corte Inglés. Llevaba una gabardina de esas largas, por aquel entonces se llevaban así, de las que anudabas detrás el cinturón. Vi las tarjetas y me guardé una en el bolsillo. Al salir me llamaron la atención, me habían estado vigilando.
—¿Por qué lo hiciste?
—Quería enviársela a la abuela, porque esa Navidad no iba a poder ir al pueblo. No tenía dinero para comprarla; pasé una vergüenza terrible.
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Rachel y Christine son madre e hija. He leído la novela en la que se describe de manera implacable su relación, Un amor imposible. La trama es conflicto en sí mismo, se entrelazan las historias, te confundes. La historia avanza y te impregna de tal modo que pasas cada página con la esperanza de vencer el desasosiego que te causa.
Durante una de sus conversaciones, Rachel le dice a su hija que le gustó mucho su artículo sobre la vergüenza que publicó en Libération —Christine es escritora—. Rachel reconoce que el texto la conmovió profundamente al recordarle momentos de su vida en los que fue pobre, muy pobre.
Ante la insistencia de Christine por saber a qué momentos se refería, su madre accedió a contarle algún ejemplo:
«La vergüenza que conlleva el ser muy pobre, por ejemplo, es… pasar vergüenza al ir al colegio en invierno con sandalias de verano. Sentirte incómoda cuando te miras los pies. Pasar vergüenza al ir pobremente vestida. Pasar vergüenza al ver a la monja que venía a ponerle inyecciones a mi abuela darle un billete de cinco francos a mamá, que ese día no tenía nada para comprar comida».
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Mi padre y sus hermanos recogían las mondas de las naranjas para comerlas. La cáscara de un plátano podía llegar a convertirse en un festín. Con ocho años tuvo que irse a trabajar en el campo, había que llevar dinero a casa. Tenía que hacer todo lo que pudiera para subsistir. Incluso pasar vergüenza.
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Y no me he dado cuenta hasta que Rachel se lo contó a su hija.
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